viernes, 25 de mayo de 2012

Reseña: "La Familia en Desorden" de Élisabeth Roudinesco [Jaime Martín-Montolíu]




‘Fundada durante siglos en la soberanía divina del padre, la familia occidental se vio, en el siglo XVIII, ante el desafío de la irrupción de lo femenino. Se transformó, entonces, con la aparición de la burguesía, en una célula biológica que otorgaba un lugar central a la maternidad. El nuevo orden familiar logró poner freno a la amenaza que representaba esa irrupción de lo femenino, a costa del cuestionamiento del antiguo poder patriarcal. A partir de la declinación de éste, cuyo testigo y principal teórico fue Freud al revisitar la historia de Edipo y Hamlet, se puso en marcha un proceso de emancipación que permitió a las mujeres afirmar su diferencia, a los niños ser considerados sujetos y a los «invertidos» normalizarse. Ese movimiento generó una angustia y un desorden específicos, ligados al terror por la abolición de la diferencia de los sexos y, al final del camino, por la perspectiva de una disolución de la familia’.


En el capítulo 1 (Dios padre) la autora sostiene que la familia puede considerarse como una institución humana doblemente universal ya que asocia un hecho de cultura -construido por la sociedad- a un hecho de la naturaleza -inscrito en las leyes de reproducción biológica-. Más allá de la primacía natural inducida por la diferencia sexual -unión de un hombre y una mujer- intervendrá otro orden de la realidad que esta vez no compromete un fundamento biológico. Siguiendo las tesis de Lévi-Strauss, señala que el proceso natural de la filiación sólo puede proseguir a través del proceso social de la alianza, del cual deriva la práctica del intercambio y la prohibición del incesto. Esos principios son los que asegurarían el paso de la naturaleza a la cultura. Construcción mítica, el interdicto en sus diversos grados estaría ligado a una función simbólica ya que sólo la nominación permitiría garantizar al padre que es el progenitor de su descendencia. Hecho de cultura y de lenguaje, pues, las variantes modales de la organización familiar se deberán a la diversidad de costumbres, a los hábitos, a las representaciones, al lenguaje, a la religión, a las condiciones geográficas e históricas,… que las sobredeterminan. Concluye que la familia mutilada -hecha de heridas íntimas, violencias silenciosas, recuerdos reprimidos…- cuya crisis aparece en nuestros días y de cuya fractura paterna se hizo cargo el psicoanálisis durante todo el siglo XX, es la legítima heredera de la autoritaria de otrora y de la triunfal y melancólica de no hace mucho.


El capítulo 2 (La irrupción de lo femenino) describe cómo a finales del siglo XIX, cuando Freud introduce en la cultura occidental la idea de que el padre engendra al hijo que será su asesino, el tema del advenimiento de una posible feminización del cuerpo social era ya la materia sustancial de un debate sobre el origen de la familia. Polémica que daría pie a una redefinición de la antinomia matriarcado/patriarcado. En la nueva perspectiva, el padre dejaría de ser finalmente el vehículo exclusivo de la transmisión psíquica y carnal, para compartir esa función con la madre. El orden familiar económico burgués (que se apoyó en tres fundamentos básicos: la autoridad del marido, la subordinación de las mujeres y la dependencia de los niños) irá progresivamente otorgando a la madre -y a la maternidad- un lugar considerable en el imaginario social, lo que amenazó con desencadenar una peligrosa irrupción de lo ‘femenino no adherido a la función materna’. Cada vez más, el progresivo sometimiento universal a la ley civil hará del matrimonio un contrato libremente consentido basado en el amor, actualizando el principio de la paternidad adoptiva. El padre se verá convertido así en ‘cabeza de familia’ y su poder simbólico se concretará en el patrimonio. La invención psicoanalítica vendrá, pues, a establecer una correlación entre el sentimiento de decadencia de la función paterna y la voluntad de inscribir la familia en el centro de un nuevo orden simbólico que ya no será encarnado por un padre desposeído de su poder divino -y luego reinvestido en el ideal económico y privado del pater familias- sino por un hijo convertido en padre por haber heredado la figura destruida de ese patriarca mutilado.


Los capítulos 3 y 4 (¿Quién ha matado al padre? y El hijo culpable) se dedican a analizar la génesis y el impacto que la concepción del complejo edípico tendrá en el interior de la vida familiar del siglo XX. Como es conocido, más allá del complejo Freud propone también, enTótem y Tabú, una teoría antropológica del poder centrada en tres imperativos: la necesidad de un acto fundador (el crimen), la necesidad de la ley (la sanción) y la necesidad de la renuncia al despotismo de la tiranía patriarcal encarnada por el padre de la horda salvaje. De modo que, frente al terror por la irrupción de lo femenino y la obsesión por el borramiento de la diferencia sexual que embargaban a la sociedad europea de fines de siglo, el psicoanálisis permitirá atribuir al inconsciente el lugar de la antigua soberanía perdida por Dios-padre en el reinado de la ley de la diferencia (entre generaciones, entre sexos, entre padres e hijos, etc). La autora se aplica en recomponer ese camino por el cual Freud pudo revalorizar a las antiguas dinastías heroicas con el fin de proyectarlas en la psique de un sujeto culpable de sus deseos. Así, escribe:


‘Al asociar una tragedia del destino (Edipo) a una tragedia del carácter (Hamlet) Freud reunió los polos indispensables para la fundación misma del psicoanálisis: la doctrina y la clínica, la teoría y la práctica, la metapsicología y la psicología, el estudio de la civilización y el estudio de la cura. Y porque quería dar a Hamlet ese lugar fundacional en la historia de la clínica, transgredió a su respecto la regla tantas veces enunciada por él, que prohibía valerse del psicoanálisis para interpretar las obras literarias’ (Pag 82)


Así pues, refundición de una mitología del destino y de la condena en el núcleo mismo de la descripción moderna del parentesco que restablece simbólicamente las diferencias necesarias para el mantenimiento de un modelo de familia cuya desaparición en la realidad entonces se temía.


El capítulo 5 (El patriarca mutilado) arranca con la siguiente descripción:


‘A lo largo del siglo XX, la invención freudiana fue objeto de tres interpretaciones diferentes: los libertarios y las feministas la vieron como un intento de salvamento de la familia patriarcal; los conservadores como un proyecto de destrucción pansexualista de la familia y el Estado, en cuanto éste sustituía en toda Europa la antigüa autoridad monárquica; los psicoanalistas, por último, como un modelo psicológico capaz de restaurar un orden familiar normalizador en el cual las figuras del padre y la madre serían determinadas por la primacía de la diferencia sexual. Según este último enfoque, cada varón estaba destinado a convertirse en el rival de su padre, cada mujer, en la competidora de su madre, y todos los hijos, en el producto de una escena primitiva, recuerdo fantaseado de un coito irrepresentable’ (pag. 95)


Según la autora, dicha invención se incrustó en el origen de una nueva concepción de la familia occidental tomando en cuenta no sólo el declive de la soberanía del padre, sino también el principio de una emancipación de la subjetividad a la luz de los grandes mitos. Freud concebiría una estructura psíquica del parentesco que inscribe el deseo sexual –la líbido o el eros- en el corazón de la doble ley de la alianza y la filiación. Privaría así del monopolio de la actividad psíquica a la vida orgánica, diferenciaría el deseo sexual expresado por la palabra de las prácticas carnales de la sexualidad y convertiría a la familia en una necesidad de la civilización (basando a ésta, según El Malestar de la Cultura, en la coacción del trabajo y el poder del amor). Sometido a la ley de un logos separador interiorizado, Edipo deberá erigirse en el restaurador de la autoridad, en el tirano culpable y en el hijo rebelde a la vez, tres figuras indispensables para el orden familiar. Y, al hablar de una estructura psíquica universal que se juzga necesaria para cualquier forma de rebelión subjetiva, explicaría un modo de relación conyugal entre hombres y mujeres ya no basada en una coacción por voluntad de los padres, sino en una elección libremente consentida entre hijos e hijas. La novela familiar freudiana supone entonces que amor y deseo, sexo y pasión se inscriban en el núcleo de la institución del matrimonio. Ni restauración de la tiranía patriarcal, ni transformación del patriarcado en matriarcado, ni exclusión del eros, ni auto-extinción. Acabaría siendo el paradigma de advenimiento de la familia afectiva contemporánea.


Roudinesco dice:


‘Sólo la aceptación de la realidad de su deseo por parte del sujeto permite a la vez incluir el eros en la norma, a la manera de un deseo culpable –y por lo tanto, trágico-, y excluirlo de ella cuando se convierte en un goce criminal o mortífero’ (pag. 100)


La erotización de la sexualidad habría ido a la par con la interiorización en el psiquismo de las prohibiciones fundamentales que son características de las sociedades humanas. El capitulo hace un rápido recorrido -algo confuso- a través de las posiciones de Klein (cuya ‘madre’ será objeto de todas las proyecciones imaginarias -desde las más aborrecibles a las más fusionales-), Winnicott (al que asigna una concepción maternalista en el marco de una autoridad simbólica compartida) y el primer Lacan (al que atribuye el mérito de haber prolongado la empresa freudiana enfrentando la irrupción real de la diferencia de sexos). La tesis histórica de Roudinesco es que el psicoanálisis fue síntoma y remedio de un malestar de la sociedad burguesa. Y también, a la postre, lo que más ha contribuido a la moderna eclosión de nuevos modos de parentalidad dentro de la familia afectiva (al servir de fermento de un movimiento social que ligó la emancipación de las mujeres y los niños – y más adelante de los homosexuales también- a la rebelión de los hijos contra los padres). Concluye que el psicoanálisis ni ha favorecido la represión de la libido ni su carácter benéfico, precisamente porque reconoció que, aunque la condición de civilización fuera la sublimación del instinto, el deseo -además de culpable- era necesario y consustancial al hombre.


El capítulo siguiente (6. Las mujeres tienen sexo) aborda las diferencias de los sistemas basados en el género y el sexo, partiendo de la afirmación “no se nace mujer, se llega a serlo” que Simone de Beauvoir formulara en ‘El segundo sexo’. En opinión de la autora, Beauvoir no suprimiría las nociones de construcción identitaria y estructura simbólica, pero las situaría, como pura alteridad, del lado de la cultura y no de la naturaleza, restando importancia a la diferencia biológica y negando, de paso, la existencia del inconsciente freudiano. Luego de un recorrido histórico, Roudinesco va a señalar como triple defecto ‘posmoderno’: (1) desnaturalizar hasta el extremo la diferencia sexual, (2) incluir el deseo sexual en el género y (3) disolver lo uno en lo múltiple. Las teorías queer (que rechazan a su vez el sexo biológico y el sexo social en favor del predominio de lo cultural performativo) tendrán, en su opinión, la virtud de arrojar luz sobre el carácter “perverso y polimorfo” de la identidad sexual posmoderna, más cómoda en la metamorfosis de Narciso que en la tragedia edípica.


Para Roudinesco, el orden del deseo en el sentido freudiano es heterogéneo respecto al sexo y al género, y subvierte las categorías habituales de la antropología y la sociología insuflándoles mitos fundadores e historias de dinastías heróicas. Sostiene así que la familia, sea cual sea su evolución y cualesquiera que sean las estructuras a las que se vincula, será siempre para el psicoanálisis, ‘una historia de familia’ o ‘una escena de familia’, ya que sus miembros actuarán siempre inconscientemente como héroes trágicos y criminales (p. 140). A partir de aquí el verdadero núcleo esencialista de la posición de Roudinesco se despliega al describir la posición freudiana y despreciar cualquier aporte posterior de lo que ella llama el peritaje de los especialistas psi o de la sociología y de la antropología cultural. Explica que Freud intentó dar un fundamento sexual a la organización social de las diferencias entre hombres y mujeres tomando como partida un sustrato biológico, si bien consideraba a la sexualidad femenina como un “continente negro” y postulaba el carácter complementario de una unicidad, de esencia masculina, y de una diferencia, de esencia femenina. El dominio de lo masculino estaría asociado a un logos interiorizado (deseo activo de dominación, amor, conquista, sadismo o transformación de los otros y de uno mismo), mientras que el polo femenino (caracterizado por la pasividad, la necesidad de ser amado, la tendencia a la sumisión y el masoquismo) debía exhumarse. Para alcanzar su plena madurez sexual, la mujer habría de renunciar al placer clitoridiano en beneficio del placer vaginal, y de esa transferencia de un órgano a otro dependería su expansión en el matrimonio y la sociedad.


La autora señala que ‘la guerra de los pueblos’ va a servir de modelo a Freud para una ‘guerra de los sexos’: la diferencia sexual ciñéndose a la oposición entre un logos separador y una arcaicidad abundante. De ahí derivaría su famosa fórmula de que ‘la anatomía es el destino’. Lejos de hacer de la mujer “un hombre invertido” o “fallido” Freud afirmará que la anatomía no es sino el punto de partida de una nueva articulación de la diferencia sexual: la que condena a hombres y mujeres a enfrentarse a una idealización o un rebajamiento mutuos, sin alcanzar jamás una plenitud real; la ley del padre sosteniéndose en un logos separador, la función de la ley de la madre siendo la de trasmitir la vida y la muerte. Al orden simbólico se añade pues un orden arcaico y la nueva lucha a muerte de las conciencias y las identidades toma por objetivo los órganos mismos de la reproducción, extendiendo así la escena sexual a la escena del mundo. Completando su cuadro de familia, el orden materno en el sentido freudiano remitiría a la religión del hijo, es decir, al cristianismo, y el orden paterno, a la religión del padre, es decir, al judaísmo. Según Roudinesco, pues, la familia edípica reinventada por Freud (monógama, nuclear, restringida y afectiva) es la heredera de las tres culturas de Occidente: la griega, por su estructura, la judía y la cristiana, por los lugares respectivos asignados al padre y a la madre…


Luego, en el capítulo 7, titulado El poder de las madres, la autora revela que Freud desestimó la idea de que fuese posible una separación entre lo femenino y lo maternal, el ser mujer y la procreación. Consideró esa eventualidad –añade- pero no intentó integrarla en su interpretación de la civilización: ni siquiera imaginó que esta última pudiera alguna vez aceptarla sin hundirse en el caos. De modo que cuando emergió socialmente el cuestionamiento de la familia patriarcal en medio de una más amplia revuelta antiautoritaria -reivindicando un derecho al placer desligado del deber procreativo -, ésta arrastraría consigo cierta hostilidad frente al edipismo psicoanalítico, así como a su conminación, de raigambre platónica, de no diseminar lo uno en lo múltiple, lo universal en las diferencias. Las mujeres, en lugar de ocuparse de trasmitir la vida y la muerte como habían hecho desde la noche de los tiempos, podían rechazar, si así lo decidían, el principio mismo de la transmisión; adquiriendo progresivamente la posibilidad de quererse estériles, libertinas, enamoradas de sí mismas, etc. sin temer los furores de una condena moral o de una justicia represiva. Podían también controlar la cantidad de nacimientos, procrear hijos en varias camas y hacerlos cohabitar en familias “reconstituidas”. Término, éste último, que remite a un doble movimiento de desacralización del matrimonio y de humanización de los lazos de parentesco. Así que en lugar de divinizada, naturalizada o derruida, la familia contemporánea se pretendió frágil, neurótica, consciente de su desorden pero deseosa de recrear entre los hombres y las mujeres un equilibrio que la vida social no podía procurarles. Construida, deconstruida y reconstruida, la familia recuperará, según la autora, el vigor y el alma precisamente en la búsqueda dolorosa de una soberanía fracturada e incierta.


Para Roudinesco, la difusión de una terminología derivada de la palabra “parentalidad” traduce tanto la inversión de la dominación masculina como un nuevo modo de conceptualización de la familia:


"En lo sucesivo, ésta ya no se considerará únicamente como una estructura del parentesco que prolonga la autoridad disuelta del padre o sintetiza el paso de la naturaleza a la cultura, a través de las prohibiciones y funciones simbólicas, sino como un lugar de poder centralizado y numerosos rostros. La definición de una esencia espiritual , biológica o antropológica de la familia, fundada en el género y el sexo o en las leyes del parentesco, y la definición existencial, inducida por el mito edípico, son sustituidas por la definición horizontal y múltiple inventada por el individualismo moderno y disecada de inmediato por el discurso de los peritos.


Esa familia se asemeja a una tribu insólita, una red asexuada, fraternal, sin jerarquía ni autoridad y en la cual cada uno se siente autónomo o funcionarizado. En cuanto a la transformación en peritos de algunos profesionales de las ciencias sociales y humanas, es el síntoma del surgimiento de un nuevo discurso sobre la familia a fines de la década de 1960”. (pag. 170)


Tomando como referencia El Antiedipo de Deleuze y Guattari, hace una crítica radical de su antiautoritarismo maquinista:


"lejos de blandir la antorcha de la interrogación trágica retomada por Freud y por Lacan, atacaban el dogma familiarista de la institución psicoanalítica de la década de 1970”( pag.173)


ya que ‘enunciaba el triunfo de lo múltiple sobre lo uno y del desorden normalizado’ (una cultura del narcisismo y del individualismo, una religión del yo, una inquietud del instante, una abolición fantasmática del conflicto y la historia) sobre la simbolización clásica. Más tarde, según ella, la impugnación libertaria retornaría a la norma -centrada esta vez en la búsqueda de la reconstrucción del sí mismo- pasando del Edipo repudiado a un Narciso triunfante. Si Edipo había sido para Freud el héroe conflictivo de un poder patriarcal declinante, Narciso encarnaba ahora el mito de una humanidad sin prohibiciones, fascinada por la potencia de su imagen: una verdadera desesperación identitaria. En este contexto, dice la autora, aparecieron las experiencias de homoparentalidad, que testimoniaban de una práctica radicalmente novedosa del engendramiento y la procreación. Doble movimiento -normalizador y transgresor- que por un lado ridiculizaba el principio de la diferencia sexual sobre el que se apoyaba hasta ese momento la célula familiar, mientras que por otro ésta era reivindicada como norma deseable y deseada. En volandas sobre la cresta de los avances tecnológicos- sostiene la autora-, desde la píldora a los programas de inseminación artificial, los hombres fueron adquiriendo un papel “maternante”al tiempo que las mujeres dejaban de estar obligadas a ser madres porque habían conquistado el control de la procreación. El modelo familiar originado de esa inversión –concluye entonces- se puso al alcance de quienes habían sido históricamente excluidos de él: los homosexuales.


El último capítulo (8. La familia venidera) se destina a explicar los avatares de las posiciones ‘psicoanalíticas’ sobre la homosexualidad (‘un deshonor para el psicoanálisis’, p. 204). Vuelve a los posicionamientos de Freud (bisexualidad psíquica universal, imposibilidad de revertir la orientación sexual,…) para afirmar que ‘el homosexual freudiano encarnaba una especie de ideal sublimado de la civilización’. Revisa las posiciones de Abraham y Jones (que excluyeron a los homosexuales de las instituciones psicoanalíticas frente a la oposición de Rank); de Anna Freud (que promovió ‘la conversión’ como criterio de una cura exitosa); de los kleinianos y poskleinianos (que atribuyeron a la homosexualidad una condición de estructura); destacando las excepciones no homófobas de Joyce McDougall y Robert Stoller entre una veintena de psicoanalistas de renombre.


Comenta que, cuando Lacan formó la Escuela Freudiana de Paris (1964), brindó a los homosexuales la posibilidad de ser psicoanalistas aun cuando, a diferencia de Freud, él sí consideraba la homosexualidad como una perversión en sí misma (no una práctica sexual perversa sino la manifestación de un deseo perverso, común a los dos sexos). El homosexual lacaniano sería una especie de perverso sublime de la civilización forzado a cargar con la identidad infame que le atribuye el discurso social normativo. Analizable pero no curable, el amor homosexual sería para Lacan la expresión de una disposición perversa presente en todas las formas de expresión amorosa, y el deseo perverso se sostendría en una captación inagotable del deseo del otro. En cuanto a la familia, retomaría, según Roudinesco, la concepción freudiana de la ley del padre y del logos separador pero para hacer del orden simbólico una función del lenguaje estructurador del psiquismo. Sin adherirse jamás a un familiarismo moral, proseguiría la empresa freudiana de revalorización de la función paterna erigiendo el concepto de Nombre-del-padre en significante de ésta (y a la familia en crisol casi perverso de la norma y la transgresión de la norma). Por último, algunos poslacanianos, como Pierre Legendre, reivindicarían el gesto freudiano y lacaniano, caracterizado por la transmisión de la antigua soberanía del padre a un orden del deseo y la ley, para invertir su movimiento y esgrimir el orden simbólico como espectro de una posible restauración de la autoridad patriarcal. De ese modo se lanzarían a una cruzada contra aquellos a los que acusaban de ser partidarios de una gran desimbolización del orden social, responsabilizándolos del borramiento de la diferencia sexual. Apoyándose en una antropología dogmática según Roudinesco, se opondrían frontalmente a cualquier consideración normalizadora de la homosexualidad, haciéndose cargo de una defensa radical de las instituciones judeocristianas (entre ellas la de la familia heterosexual).





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